I tried to replicate a flashlight-cursor (black background so the cursor illuminate the text), but it doesn't go down when you scroll down in the screen. It is a large text (it's a short-story), so I really need it to get down so the user could read all of it. What could I do to solve it? Is it possible?
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<h1>Flashlight test</h1>
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<p>Regresaba yo del Real del Espíritu Santo para la capital, cuando una fiebre amarilla, según la clasificaban los naturales de Cutzio, me detuvo en el pueblecillo de este nombre, situado a una legua de San Juan Huetamo, en el estado de Michoacán. En mi convalecencia conversaba algunas veces con el dueño de la casa en que me habían curado y que, por mi buena fortuna, era un rumbeador de minas, o lo que es lo mismo, un antiguo barretero aficionado a buscarlas.</p>
<p>—¿Qué tales minas conoce usted por aquí Manuel? –le preguntaba.</p>
—¡Válgame Dios, amo, todavía esta pinto jiebre y ya quiere minas! —¡Hombre,
para cuando sane! —Tengo dos o tres tuzeritos y una que creo ha de ser
güena. —Eso quiere decir que usted no la ha visto. ¿Tiene agua? —No, siñor.
No le hace agua, no más la que le entra por el arroyo. —¿Qué arroyo, hombre?
—Pos, siñor, el río que pasa por la puerta y que se mete como a su casa.
Dicen que es mina vieja y rica; por más señas, del año de diez. —¡Cáspita!
¿Pero qué se va a hacer con un río? — Eso si no sé, siñor amo. —¿Y qué otros
agujeros conoce usted? —Pos un joyo grande y jondo la Cueva del Cristo. —¿La
qué? —La Cueva del Cristo. —¿Qué cosa es eso, hombre? —Pos siñor, una cueva.
—¿Grande? —Jondísima, amo. —Hemos de ir a verla. —Güeno, cúrese y yo lo
llevo. Quince días más tarde, y por consecuencia del diálogo anterior,
encontrábame con Manuel frente a la entrada de la cueva, formada por un arco
de rocas negruzcas; marco en el cual se engastaba un agujero negro y lleno
de tinieblas. —¿Trae usted velas? –le interrogué. —Un puño –me contestó.
Penetramos en la oscuridad hasta donde fue posible, y después, encendiendo
dos velas, una para él y otra para mí, continuamos en medio de sombras
profundas y de nubes de murciélagos que, azorados, revoloteaban con ruido
siniestro a nuestro alrededor. —Mal agüero –murmuró Manuel haciendo la señal
de la cruz. —¿Por qué, hombre? —Porque los murciélagos son jijos del malo.
—¿De quién? —¿Pos de quién ha de ser?, del Diablo. Continuamos avanzando
entre las sombras que parecían moverse heridas por nuestras dos luces. El
piso estaba formado por una tierra floja, suave, untuosa y color de café.
Por su sabor picante, fresco y acre, comprendí que era tierra nitrosa. —No
la pruebe, amo –dijo mi compañero–, esa tierra tiene pólvora. Sonreí de su
candor y me detuve a examinar el lugar donde nos encontrábamos. Era una
inmensa oquedad en sentido longitudinal y como de unas doce varas de
latitud; su techo lo formaba una bóveda casi plana y bastante baja, de color
blanco mate, que marcaba la formación caliza del cerro. A medida que
penetrábamos, las tres dimensiones se ensanchaban de un modo asombroso, y
una hora después no se veía ni el techo ni las paredes de la cueva. Por
segunda vez nos detuvimos en un verdadero océano de sombras. —¿Qué hace?
–interrogué a Manuel, viéndole desenredar una cuerda y sacar una pequeña
piedra de su bolsa. —Saco la jonda para que rigule el tamaño de la cueva. Y
haciendo girar su brazo derecho con rapidez, armado con la honda, despidió,
casi en sentido vertical la pequeña piedra, que partió silbando. Fijé el
oído con atención y no escuché que la piedra chocase contra el techo.
Instantes después caía cerca de nosotros. La altura era profunda.
Entretanto, mi compañero había colocado en la honda una nueva piedra,
despidiéndola en sentido lateral contra el horizonte de sombras que nos
rodeaba. También se apagó el silbido de la piedra sin producir ruido ni
choque alguno. Esto indicaba que las dimensiones crecían con igual
proporción. Alguna inquietud debió revelar mi mirada, porque agregó: —No
tenga cuidado, amo, para salir tenemos nuestras juellas. Y era así en
verdad. Nuestros pasos estaban marcados en la tierra suelta y nitrosa, como
un surco hecho en arena. —Deme otra vela –dije y encendiéndola, porque la
primera se había acabado, continuamos. La atmósfera de la cueva estaba
húmeda y fría, llena de sombras y de silencio. De vez en cuando una gota de
agua, desprendiéndose del techo, producía un ruido metálico que vibraba en
la profundidad de la caverna. Llevábamos dos horas y media de marcha y
comenzaba a fatigarme. ¿Qué causa me obligaba a proseguir? Ciertas
tradiciones sobre aquella cueva, que hablaban de un tesoro oculto en ella
durante la guerra de Independencia, sobre lo cual creía tener ciertos datos
que consideraba exactos. Hace años que busco un tesoro o una bonanza, pero
con una ambición noble y santa. De aquí nacía aquella tenacidad empleada tan
sólo en nadar, por decirlo así, entre las sombras. La Caverna Negra, como la
llamaría yo, no tenía estalactitas, ni estalagmitas, ni nada que se le
pareciese. Era una abra de dimensiones colosales, húmeda, fría y nada más.
Pero como todas las obras que la Naturaleza nos presenta de una manera
grandiosa, se imponía a mi espíritu de un modo solemne. Aquello tenía algo
como la entrada a la Eternidad. Su silencio era profundo. Su enormidad era
elocuente. Abismo negro atraía con fascinación, produciendo lo que podría
llamarse el vértigo de la sombra. Se sentía uno como abrumado y se tocaba
los ojos, para convencerse de que no estaba ciego. Tenebrosa, llena de
misterios y con una belleza imponente, aquella cueva oprimía el espíritu por
una sola cosa: la sombra. Concisión formidable. Saqué un reloj viejo de
cobre, que marcaba las cinco de la tarde; llevábamos tres horas de marcha, y
se habían gastado seis velas, o tres por cada uno de nosotros. —Deme usted
otra vela –dije a Manuel, porque se acaba la mía. Este me la entregó,
dictándome, al tiempo que se estiraba una oreja, lo que denunciaba en él una
fuerte preocupación: —Es la última, siñor amo. Un sudor frió brotó de las
raíces de mis cabellos. Salir, recorriendo el camino en que se habían
gastado tres velas, con una sola, era más que difícil, ¡era casi imposible.
—¡Usted me dijo que traía un puño! —Un puño son siete, siñor amo. —¡Cuán
estúpido soy! –murmuré por lo bajo; ¿quién pensaba en el significado de la
palabra minera? Y después, en voz alta, y uniendo a la palabra la acción:
—¡Atrás! ¡Atrás!, pero aprisa o nos quedamos sepultados vivos. Y comencé a
desandar el camino hecho, con rapidez. Manuel me seguía, diciendo: “— En eso
estaba yo pensando, y mi pícara oreja lo ha pagado”. Yo no escuchaba. Con la
cabeza inclinada, y cubriendo con la mano la llama de la vela, para que el
aire no la gastase tan violentamente, caminaba con rapidez, siguiendo las
huellas marcadas en la tierra por nuestros pasos. No discurría, no pensaba
absolutamente nada; era la opresión de una idea, por decirlo así,
instintiva, la que me hacía caminar. ¡Salir, salir! era todo aquella
palabra. Salir era equivalente a la vida. Manuel marchaba detrás de mí,
fijándose con aire estúpido en no sé qué señales de proximidad a la puerta,
que yo no observaba, por no detenerme un solo instante. Marchábamos
rápidamente; pero con igual celeridad se consumía la vela. La cueva me
parecía eterna y negra y horrible. Había no se qué de siniestro en aquella
sombra que nos rodeaba, y que de espectadora se había convertido en
amenazante. La oscuridad era el peligro. Titán impalpable pero espantoso. Se
sentía uno como agarrar por una mano invisible, por lo negro. La vela entre
tanto se consumía... No sé qué tiempo marchamos así. —Debe de estar cerca la
puerta –dijo Manuel. —¿Por qué, bestia? —Porque ya empiezan los murciégalos.
En efecto, los asquerosos vespertilios pululaban, pero la vela se había
consumido y su pábilo agonizante se despedía quemándome los dedos.
Repentinamente se apagó. Saqué los cerillos. Prendía uno y avanzábamos.
Prendía otro y proseguíamos. Conforme se consumían, la esperanza de salir se
desvanecía, y era preciso que se acabasen, y con ellos el último recurso de
salvación. Cuando concluyeron, me detuve. Estaba bañado en sudor, y lo digo
con ullo, no era de miedo sino de fatiga. —Sentémonos para descansar y
pensemos en los medios que puede haber para salir –dije en voz alta. Lo
hicimos así, en medio de las más profundas tinieblas; pero realmente
profundas, intensas, inconcebibles para todo aquel que no se ha encontrado
en una labor de mina profunda y sin luz. Soy franco, aun cuando parezca
fatuidad el decirlo: no he temblado nunca en mi vida, no he tenido miedo
jamás, no puedo comprender todavía lo que significa el terror. Pero en
aquella noche de tinieblas, oyendo el ruido acompasado y monótono de las
gotas de agua, el aleteo siniestro de los murciélagos y hasta los latidos de
mi corazón... sentía algo extraño, que me disgustaba, y que, repito, no era
terror. Era la mano de la muerte que me acariciaba, el presentimiento de la
agonía, el principio o la aproximación de ambas... pero lo repetiré
siempre... ¡no! ¡No era terror! Durante algún tiempo guardamos lúgubre
silencio. Por fin interrogué a Manuel: —¿Habrá algún modo de salir? —Vamos a
ver, amo. En esa ocasión la palabra ver me pareció el mejor y más bello
poema de la humanidad: ¡tres letras, pero qué elocuentes! Volvió a reinar el
silencio. Yo pensaba, pero no sé qué pensaba. Algo tan negro como las
tinieblas que me rodeaban. Más de una hora trascurrió así. —Morir
–murmuraba–, de hambre, de sed, y de estar bebiendo tinieblas. ¡Esto no es
doloroso... esto es estúpido! Entonces percibí ese ligero ruido que producen
los dientes al chocarse los unos contra los otros, y que se llama
castañetear, vulgarmente. —¿Qué diablos tienes, Manuel? —Pos, siñor, tengo
frío hasta en los huesos. —¡Calla, cobarde! ¡Lo que tienes es miedo! —Pos
siñor, eso de morirse de hambre... ansina no me gusta. —¿Pues cuál muerte te
agrada, bárbaro? –le dije, tuteándole de pura cólera. —¿Trae su mercé el
chisme? Esa palabra chisme fue un rayo de luz para mí. Saqué la pistola, que
a esto equivale, y la acaricié con verdadera ternura. —Hágame su mercé la
gracia de tirar por su frente, a ver si está lejos la pared. Era una buena
idea. Calcular la distancia por el choque de la bala. Amartillé y a la
altura mía, hice fuego. Sea que la puntería fuese muy baja, y la bala se
hundiese en la tierra, sin producir ruido, o bien que la detonación no lo
dejase percibir, lo cierto es que nada oímos. Pero lo que me causó una
tristeza infinita fue que apenas percibí el relámpago producido por el tiro.
—¡Ciego! –murmuré en voz baja–; ¡ciego, ciego, Dios mío! Esto no era
estúpido... esto sí era doloroso. No sé, ni recordaba quién me había
contado, que una tiniebla tan densa como aquella podía producir la ceguera.
¡Morir... proseguía yo en mi monólogo; morir, cuando me siento hombre, joven
y fuerte, lleno de actividades, de vigores, de sueños, y con una muerte
oscura, ignorada y estúpida! ¿Para qué transcribir todo lo que pensé? Hay
alguien a quien nada se oculta, que lo ha visto, que lo sabe y que lo ha
grabado de un modo indeleble entre las nubes de mis recuerdos. Hacía una
hora, poco más o menos, que Manuel había tratado de salir, siguiendo por
medio del tacto nuestras huellas; pero a corta distancia se extravió,
viéndose nuevamente obligado a permanecer inmóvil. Yo me ocupaba de hablar
con mi conciencia. El hambre y la sed, despertadas por la fatiga, comenzaban
a hacerse sentir. Las horas se deslizaban, pero de una manera lenta y
terrible. Las tinieblas no podían ser más densas. El silencio era profundo,
cortado algunas veces por el chillido desagradable de algún murciélago, que
con sus alas huesosas me acariciaba la frente al pasar. No era el principio
sino la plenitud del sepulcro. La inmensa tumba, como diría Víctor Hugo,
pero en la inmensa sombra. Las gotas de agua continuaban cayendo con fúnebre
monotonía. Entrar en la Eternidad; pero vivo, con toda la libertad de
movimientos, a plena conciencia, de un modo solemne, tranquilo, sereno, paso
a paso, pero con la frente altiva... tiene no sé qué de grandioso que me
hace aún estremecer de ullo. Hallábame en la tumba, es verdad, pero ésta
era grande, dilatada, enorme. Siniestra concesión de aquel abismo, que me
había elegido para su víctima. Toda una caverna por sepulcro, ya era algo.
¡Sepultura de gigante, vasta, amplia, cómoda, y tal vez por esto, entre
aquella sombra traidora que había logrado asirme, y toda la miserable
tiniebla, que trataba de matarme, yo me sentía Titán! Cuando se espera, aun
cuando sea la muerte, el tiempo tiene una lentitud horrible. De pronto
Manuel comenzó a llorar. Yo acaricié el cañón de mi pistola. Nada más
doloroso que el llanto de un hombre, que como aquel, era enérgico y viril.
Le sobraba razón: tenía esposa e hijos y, sin embargo, yo tenía una madre
que es y será el culto de mi vida, ¡y no lloraba! Yo había perdido la noción
del tiempo. Mi conciencia estaba ya tranquila y sólo escuchaba el ruido de
las gotas de agua, que, como el péndulo de la eternidad, aproximaban cada
vez más mi hora de partir. En medio de los sollozos de aquel hombre le oí
murmurar con temblorosa voz: —Siñor amo... tengo sed... hambre, frío... y
sobre todo... miedo del Malo. —¡Cobarde –le grité–, lo que tienes es miedo
de morir! —¡Del Malo, siñor, del Malo! Y aquel infeliz, por el terror que le
inspiraban las tinieblas, no se atrevía a pronunciar el nombre del Diablo.
Francamente, era demasiado, y el destino se encarnizaba ya como un tigre. Yo
hubiera podido morir tranquilo, pero solo y sin escuchar aquellos lamentos
desgarradores. Por un movimiento que hice, febril e involuntario, mi pistola
me besó las sienes, pero la retiré... Su ósculo frío me dijo esta sola
palabra... ¿Y Dios? —¡Es verdad! –murmuré. Le había olvidado; pero él no se
olvida de mí. En mi espíritu él está y me oye, y me mira y me cuida.
¡Omnipotencia, Misericordia... Padre...guíame!... —¡Yergue tu frente en las
tinieblas –me gritó la conciencia–, no abandones a tu hermano, el hombre es
el sacerdote del hombre! Me puse en pie, y guiado por el ruido de los
sollozos, llegué en algunos minutos junto a Manuel, hablándole en voz alta,
para que no se asustase más de lo que ya lo estaba el infeliz. Apenas estuve
a su lado, cuando se estrechó contra mí, tembloroso. Sus manos estaban
heladas y sus dientes castañeteaban con terror. —¡Vamos!, ¿por qué ese
miedo?, ¿qué tienes? —¡Mire, amo, mire! Yo abrí los ojos desmesuradamente;
pero por más esfuerzos que hacía, no pude ver. —¿Qué he de mirar, hombre?
—Esa sombra, siñor... aquí en nuestros pies... antes era una, y ahora ya son
dos... ¡Mire! Fijé nuevamente los ojos en la dirección indicada, y en
efecto, percibí, con mucha vaguedad, dos sombras que mal se delineaban a
nuestros pies. —¿Qué diablos será esto? –dije en voz alta y fijando más la
atención. —¡No los miente, amo!... ¡no los miente! —¡Cállate, animal!
¡Observaremos lo que pueda ser! Al arrodillarme en el suelo, para
examinarlas más próximamente, una de las dos sombras disminuyó. Después
observé que todos nuestros movimientos eran por ellas fielmente
reproducidos. Es evidente –me dije–, que estas sombras las producen nuestros
cuerpos, pero ¿por qué claridad? Y girando sobre mi mismo para observar, caí
repentinamente de rodillas... ¡Dios!, cantó el alma en mis labios, al ver a
mi frente, y como a unas doscientas varas de distancia, la boca de la cueva
que se inundaba con esa tenue, dulce y poética claridad del amanecer. Decir
lo que sentí y lo que en ese momento pensé, ¡oh, sería imposible! Salimos
violentamente Manuel y yo. La salida de la cueva me parecía una entrada a la
gloria. El cielo estaba de un color azul pálido, y las estrellas también
comenzaban a palidecer. En un punto el horizonte se teñía de púrpura, e
imitando en las montañas lejanas una erupción volcánica, arrojaba sobre los
cielos un inmenso penacho de llamas, en que parecía haberse disuelto en
polvo el oro virgen. Entonces aquel grito supremo en el que se exhalara el
alma de Goethe, brotó de mi pecho con toda la fuerza de mis pulmones:
¡Luz... más luz todavía, Dios mío!
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I tried to copy another code, but it presents the same problem. I think this one is better, by the way.